EL RITUAL DE LA APARIENCIA
LA POESÍA DE MARINA ARRATE

Por Raquel Olea
Lengua Víbora. Producciones de lo femenino en la escritura de Mujeres Chilenas.
Ed. conjunta Ed. Cuarto Propio y Corporación de Desarrollo de la Mujer La Morada, 1ª. Ed., Mayo, 1998,
Santiago, Chile, pp. 117 – 130.

Marina Arrate ha publicado tres libros de poesía: Este lujo de ser (1986), Máscara negra (1990), Tatuaje (1992).

En su primer libro, Este lujo de ser, Arrate construye una sujeto que trabaja un lenguaje ritualizante que, en la producción de una estética de la mirada, se otorga, en la escritura, la facultad de transfigurar cuerpos, de metamorfosearlos en las migraciones de su transcurrir; señal cósmica de su perpetua creación, de su constante devenir.

Transformaciones y transmigraciones que se retienen en la mirada, que se detienen en la retina. La sujeto construye la mirada como contención del trazo, como lugar de elaboración de la palabra, como espacio del lenguaje poético. Por ello el primer acto escritural de Este lujo de ser y en el que se insiste en Máscara negra, es instituir el órgano de la mirada, constituir el ojo; el lente y la dirección de su objetivo. El ojo que mira, ojo cuya primera operación es mirarse a sí mismo, sujeto objetivado del mundo.

Este lujo de ser y Máscara negra, sus dos primeros libros enuncian el poder de la sujeto que escribe, en su facultad de construir imagen, su propia imagen; de instituir cuerpo de mujer en al asunción de su propio deseo, de su propia capacidad de juego omitiendo mandatos instituidos, eludiendo normativas del poder, rebelándose ante las ordenanzas del signo femenino. Arrate se autoarroga la función de producir la mirada, de instituir el lugar desde el cual se inaugura el dibujo del cuerpo y se enuncia su estatuto. El espejo, mediará el rito de esta producción. Espejo que más que propiciar una imagen engañosa, representación de la fuente en que Narciso descubre la quimera de su inalcanzable figura, sirve a la elaboración de un conocimiento de sí, del deseo de constituirse como otra, sí misma. El espejo será el espacio que constituye y construye el poder de nombrar-se.

El carácter ritual de la poesía de Marina Arrate que se mantiene como una constante en su producción, alcanza dimensiones distintas en sus tres textos, cruzando tiempos y lenguajes que, desde lo más presente y actual, se desplaza en Tatuaje – y específicamente en los poemas “Satén” “Sed” y “La danzadora” – hacia las zonas arcaicas de imaginario que la sitúan en registros disueltos de los órdenes culturales, a la vez que resitúa lo mítico en lo actual de su lenguaje.

ESTE LUJO DE SER

Es Este lujo de ser – cuya primera parte, “Pintura de Ojos”, se reproduce en Máscara negra, Marina Arrate se hace cargo de uno de los gestos culturales más instalados del así llamado “eterno femenino”, la vanidad, gesto de producirse, no para el deseo de otro, sino para el propio placer en la autocontemplación.

Marina Arrate goza y regocija su escritura en un culto al cuerpo femenino como construcción artificiosa de imagen. La vanidad que repele el mandato cristiano a la humildad y el recato de la mujer, moviliza en esta escritura el gesto del autoerotismo al ejercer en estos el desacato a esta orden, jugando con el descubrimiento del propio cuerpo, para luego encubrirlo, recubrirlo, enmascararlo, maquillarlo, transformarlo a su debido antojo.

La sujeto de estos textos juega a la oficiante, que en la escritura construye el cuerpo como objeto de culto y placer. Su poesía cruza entonces los umbrales del rito y el mito, del oficio pagano que rezuma desacato y recogimiento en una erótica de posesión de lenguaje y cuerpo en la escritura. Placer de mirar(se), placer de escribir(se) que enuncian los últimos versos de “La modelo rojo” declarando la escritura como acto de sublimación: “si su piel tersa apareciera/ alargaría yo mi brazo y su ávida mano/ deslizaría por su cuello y sus senos/ tocaría sus caderas lamería su cintura/ obsesionante en el vientre hundiría/ mi deseo entre sus labios y queriendo/ para mí su alabastro/ clavaría ella sus rojas/ uñas en mi carne y/ vuelta entera/ un tenso garfio/ enterraría/ mis ansias a su siga/ y no me dejaría/ sino hasta que arrojara agónica/ mi último aliento a sus pies./ En consecuencia, y con prudencia,/ he decidido escribirla”/. “Pintura de ojos”, sección reiterada en ambos textos, es un poema que en ocho fragmentos escribe el acto privado de maquillarse, – en este caso los ojos – como rito de transformación y constitución de una forma de establecer la mirada sobre sí misma. Construcción que resulta de un artificio creado por la sujeto para su propio y detenido culto en la objetivación de su figura.

“Pintura de ojos”, construye con precisión de estilista, el lenguaje de una visualidad hiperrealista, al recorrer el trayecto de una sesión de maquillaje, donde el trazo de la mano que maquilla, produce un ojo seducido de sí misma por la contemplación de su erección en otra.

Progresivamente cada fragmento comienza: “Toma el pincel entre/ el índice y el pulgar/ de su mano derecha”. “Se desliza el pincel preciso”. “Bien. Se desprenden las manos del rostro”. “La misma mano estira el mismo ojo”. “Bien. / Ambas manos desprenden el ojo”. “La mano entinta el pincel”. “Bien, última parte. / La mano pintora vuelve a entintar el pincel”; para concluir “Se despeja el rostro de las manos. / Dos ojos en el espejo/ hechizados se contemplan”.

Cada poema-fragmento de una secuencia mayor adquiere el sentido de una toma en que el verso construye una visualidad depurada por la precisión del lenguaje que ha relatado la experticia de una oficiante; sin aristas ni desvíos, en el deslizamiento de la mano que maquilla y que escribe. La mano que pinta el ojo, el ojo que mira desde el espejo, el pincel que traza, constituyen los elementos de una escena ritual que, en la cadencia contenida de los significantes, construye el escenario de un oficio que convoca la creación de apariencia como forma de acceso a otro espacio psíquico: “Las pestañas pestañean,/ los párpados parpadean,/ la boja ahora se moja/ y se paladea el placer./” Los fragmentos, repiten y reiteran los movimientos consagratorios en la persecución del goce que la erige en otra(s), la misma, metamorfoseada, extasiada en el descubrimiento de la imagen: “Detrás de ese antifaz/ de serpiente empalizada/ dos ojos absortos/ embebidos de asombro/ palidecen”.

El juego del mirarse es, en estos textos, el juego del conocimiento, de empoderamiento que la constituye en sujeto de su devenir.

El hiperrealismo del lenguaje se realiza en el gesto de construir, en el maquillaje, un ojo que no existe y que, en un circuito ininterrumpido de miradas, funda, funde, ilusión y realidad.

En el gesto narciso de la autocontemplación en el espejo, los ojos llegan a ser distintos y los mismos, en el acto de mirar(se), de descubrirse. “Se despeja el rostro de las manos./ Dos ojos en el espejo/ hechizados se contemplan”.

Sólo la mirada abre la posibilidad de ser otra, otros, de transformarse y transmigrarse en el juego infinito del constituirse en mutante de un destino. Escenificado en el poema “Huelén”, la otredad deslumbrante de lo femenino, que Arrate construye, abarca no sólo la heterogeneidad propia del género femenino, siempre ligada al cuerpo de mujer sino que la desplaza también a lo animal: “Yo estoy mirándome a mí” para luego decir: Seré gato, mula, elefante, paloma,/ jirafa, araña, jujui, etc., aceituna, calambre”.

Poesía de pasaje, Este lujo de ser construye una sujeto poético “prófugo tránsfuga profundo/ por la tierra perpetuo/ perseguido/ pagano y fugitivo”/ que se enuncia en “historia de un hombre bello y solo”.

Es la constante de una poesía que trabaja los significantes de la transparencia, lo fugado, lo aparecido de un sujeto poético ambiguo que se yergue en la inasibilidad de lo pasajero y lo estático de la mirada: “infinitas a los ojos de aquellos/ que se mecían al borde del mar: / el mar de mis ojos”, concluye el texto.

MÁSCARA NEGRA

“Pintura de ojos” ha iniciado otra vez, en este segundo libro de Marina Arrate el rito de maquillar(se). Maquillaje que oculta una verdad del rostro y que produce otra. La realidad se desplaza por los enmascaramientos que proponen la asunción del acto de escribir(se) como perpetua fuga.

Los poemas de este libro insisten en poner en escena el lenguaje de la cosmética, para producirse objeto del deseo, pero también para erigirse en espectáculo.

Escritura de la seducción y de las apariencias levanta su palabra por sobre el poder de la realidad y de la esencialidad del ser. Los poemas resuelven su tensión en el gesto de una hablante que, espectadora y espectáculo de sí misma especula en la construcción de su aparecer como fetiche, como oficiante, como rito que no se rinde a otra ética ni verdad que la de su sola autocontemplación y goce[1].

El texto puede leerse como la aproximación permanente a la idea de un Narciso femenino, que como figura fugada la realiza en el reino de la irrealidad, de la imagen inasible, del artificio del mundo.

Julia Kristeva ha trabajado la evolución histórica del mito de Narciso desarrollado como un mito masculino de constitución del Yo. ¿Qué ha ocurrido con el mito de Narciso en los últimos mil años de la era cristiana?, se pregunta Kristeva para concluir que narciso “ya no es un Dios del amor cuyo poder se mide a partir de sus efectos sobre los otros: él mismo está enamorado y además está enamorado de un engaño”.

Ha sido el neoplatonismo y el cristianismo desde donde se ha condensado el lugar del narcisismo como advertencia al ser humano acerca de su propia precariedad. “Desde entonces el amor así mismo no es un error siempre que no se olvide de que es un reflejo del Otro” dice Kristeva, por lo tanto la inserción en la ascensión al otro lo rehabilita.

Será Freud, quien al adoptar el término Narcisismo en la psiquiatría y al reconocer el fundamento originario de la libido en la apariencia narcisista, esclarece la relación de Narciso con la muerte. Las pulsiones del yo incluyen también lo más pulsional del ser humano que es la pulsión de muerte.

De ahí que el arte ha reivindicado la experiencia narcisista como elemento necesario a su creación de apariencias y también como forma de acceso a una (cierta) verdad. Destaca Kristeva que es en la poética simbolista y específicamente a la obra de Paul Valery “a quien hay que reconocer el mérito de reivindicar sin complejos las delicias del inagotable yo” [2].

Es en esta coordenada donde podría inscribirse el gesto de Arrate como incursión en el deseo de significar “las delicias” de un yo femenino, que en la producción contemplativa sacraliza su imagen e inaugura un conocimiento que surge de la producción reivindicativa de las apariencias – en oposición a la búsqueda de la esencia -, del poder de seducir(se), de su mutabilidad en la asunción de la pluralidad imaginaria que otorga la fuga hacia el artificio permanente y sus poderes de transmutación.

En “La modelo roja”, “La dorada muñeca del imperio”, “Máscara negra” “Rock Woman”, la sujeto despliega la construcción de otra en que se ritualiza el acto poético como oficio de producción de cuerpos femeninos para la escena de su aparición pública, la que ambiguamente se juega tanto en la escritura como en la simbólica de la corporalidad y sus ornatos. El cuerpo, en el acto de (des)vestirse, de mirarse, se significa como creación en ofrenda a la contemplación, a la autocontemplación [3].

Luces, telas, orfebrerías, construyen una atmósfera de lujo y suntuosidad que sirve a la producción del signo. El lenguaje trabaja significantes de sensualidad, de poder, de ritualización, que distancian el cuerpo y lo vuelven (in)alcanzable. El estrado, el escenario, cumplen la significación del altar, lugar de veneración del cuerpo: “La mujer es alta, dorada y fuerte./ Su desnudez parece recamada y brilla, pero/ es tan suave como una amatista./ Sin embargo,/ está viva y la veo./ Recostada en los espejos, devana su/ paciencia peinando su rubia cabellera/ y esperando el turno/ para salir al escenario y pasear/ la tela imperial”. “Esta es la entrada triunfal/ de la carne en el estrado:/ blanca es y redonda,/ monstruosa y deformada”; para terminar en el poema “Rock Woman”: “junto a ti apareceré/ brillante y/ espléndida y/ rutilante/ y mientras culminas/ I will love you for rest of my days/ plena, precisa y pausada/ procederé a iniciar/ la ceremonia/ de mi propia coronación”.

El acto de ornar, de maquillar y el gesto de escribir cruzan en una misma pulsión cosmética el deseo de transformación de la realidad. Mano que pinta, mano que escribe, en un mismo acto de construcción artificiosa de los signos; construcción de imagen más que construcción de realidad: “¡Mas que raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la apariencia!”, escribió Nietzsche en El origen de la tragedia.

El deseo de una fantasía erótica emplaza el gesto de escribir tanto como el de maquillar, ejercitando en la cosmética del texto, la producción del goce estético. La escritura hace emerger la pulsión que la realidad oculta y que se cumple en la palabra como acontecer fuera del tiempo.

La autoposesión posibilita la construcción de sí misma, la escritura, la voluntad de poder que la nombra, instituyendo con ellos otras significaciones del signo mujer.

Los poemas de Máscara negra trabajan la metamorfosis, la producción de máscaras sobre máscaras en proceso de construir el misterio que no devela el ser sino que recubre en creciente intensidad la producción de apariencia. El texto concentra posibles sentidos que despliegan en el lenguaje la ambivalencia de la relación apariencia/realidad, que no necesariamente opera como oposición distintiva sino como intercambio ritual en escenarios donde se pierden los límites, donde una y otra se significan sin ocultamientos. Los poemas centran su fantasmagoría en la afirmación permanente de la apariencia como rito oficiante de conocimiento en su producción narcisista: “Porque/ aun cuando cantes para otro/ y no para mí,/ yo volveré mi rostro hacia ti/ con mis cejas pintadas/ sobre mis ojos egipcios/” dice el poema “Rock Woman”.

Es en tanto construcción de apariencia y voluntad de seducción que esta poesía marca su signo; en ella no se intenta reivindicar verdad ni derechos, ni de cuerpo, ni de deseo, simplemente, la escritura, como rito, ejerce su oficio, despliega su artificio. Es la seducción de la imagen y el carácter especular del autoespectáculo lo que constituye en el lenguaje poético la dualidad de una sujeto que se autocontempla en su pulsión de goce y conocimiento.

El discurso poético que Arrate elabora propicia la producción elaborada de un ser mujer en su artificio, su imaginería, más que en su profundidad. En la proposición de construir la particularidad de una sujeto que se goza, la palabra reivindica un derecho al autoerotismo en la configuración del narcisismo femenino. Al simbolizar el goce y el deseo de sí la escritura instituye el poder de la imagen. El gesto revulsivo es la denotación del cuerpo de la mujer como espacio de contemplación y autoconocimiento, en la imagen autocreada por el poder de la palabra.

Julia Kristeva ve en la “experiencia narcisista un fundamento necesario del arte como creación de apariencia y sin embargo como única vía de acceso a la verdad, desgarrada entre el placer y la muerte” [4].

En la producción narcisista que Arrate despliega, se recurre permanentemente al juego de los espejos con el fin de quebrar el peso de la realidad e instituir la visualidad pura como juego repetido, ininterrumpido: “El ojo negro penetra desde el espejo el gusto de mirarse”. El discurso poético podría responder a las afirmaciones acerca de la mujer como “no existencia” (Lacan) o como sólo apariencia (Baudrillard) en la que radicaría la fuerza de lo femenino en su carácter no constituido como sujeto. Arrate construye con este si(g)no una lengua poética donde el maquillaje operaría como ostentación ritualizada en la erección de sí misma como sujeto que se devuelve desde el espejo, que se autoerotiza, que se contempla y se complace en la multiplicidad de sus migraciones corporales, espaciales temporales: “estoy convirtiéndome en dragón” anunciaba Este lujo de ser.

Los poemas ensayan el poder de una sujeto que recién se (des)cubre con su propia palabra en el nacimiento que le brinda el oficio sacralizado de la autocontemplación, centrando su sentido en la afirmación de la fantasmagoría y el acto ritual de poseerse – de poseer a otras que son también ella – operando con ello la producción de significaciones.

Si Marina Arrate no ha escrito una poesía directamente referida al contexto de su producción y que se yergue “contra el deber de ficcionalizar sólo cuerpos torturados, frustrados, doloridos [5] construye una escritura que sin ostentaciones ideologizadas se (en)carga del sentido en las implícitas interrogantes por el cuerpo femenino, por el poder que despliega su imaginaría al constituir una ética que ella trabaja desde la pregunta por la imagen y la proposición de un narcisismo que, como he intentado señalar, se fundamenta en la creación de apariencia como búsqueda de acceso a una verdad que se desgarra en el placer de la escritura.

TATUAJE

El último libro de Marina Arrate se abre con el poema “Tatuaje” que replica el gesto escritural con que la autora había iniciado sus dos libros anteriores. Tanto “Pintura de ojos” como “Tatuaje” realizan el acto de imprimir en el cuerpo una huella que lo ritualiza y altera su sentido con “signos mágicos o conjuros”. El cuerpo se yergue como un texto que la poeta (des)cubre oficiosamente. La descripción del acto de tatuar emula el acto de maquillar, donde con experta precisión: “se taracea/ por punción”/ o “por fuego”, o “con ascuas”; o “por medio de cortes profundos”, “por medio de heridas”, “por de trasplantes”. La descripción adquiere, en la austeridad del lenguaje el tono de un oficio marcado por “cantos religiosos/ ofrendas de frutos/ y danzas en honor/ de Leovudi y Lanidi/ sus dioses”.

Los restantes poemas que componen el libro – “Satén”, “Sed”, “La muerte”, “El beso”, “Los grandes animales”, “La danzadora” – construyen un espacio que podría simbolizarse en la idea del “bosque” primigenio, lugar dionisíaco y sacralizado en su configuración de signos y ritos reminiscentes que obedecen a otros designios que aquellos demarcados por la ley. Espacios donde “la voluptuosidad y la muerte tienen la misma dignidad – e indignidad -, la misma violencia, y no obstante la misma dulzura” [6].

“Satén”, “Sed”, “La danzadora”, se enmarcan al interior del texto como unidad de sentido que tanto, desde la forma del lenguaje como en su diagramación en la página, producen una hibridación que – sin quebrar lo poético – otorgan un rango de descriptivo anuncio, por el cruce de una sujeto que habla en primera persona y una sujeto que parcialmente se distancia en la constricción de un discurso de textura narrativa. Textualidad que podría verse como absorción y elaboración de formas narrativas introducidas por la primera producción de Diamela Eltit, en ciertas alteraciones y rupturas de la cadena sintáctica.

La hibridación de estructuras poéticas y narrativas que caracteriza la totalidad del libro funciona como anuncio del sentido que plasma una posible unidad de lectura de Tatuaje.

“Satén” anuncia sentidos que se desarrollarán en “Sed” y “La danzadora”: “Ruge su sed entre los labios y en su esqueleto vibra la turbia ronda de sus músculos”. “Para que veas en el hueco negro de mis ojos a la danzadora y tú, apenas nombre, ingreses”, anuncian dos fragmentos.

“Satén” construye el “bosque”: “Destellos en el bosque./ Fulgores rojos son./ Un fulgor rojo. Un rayo furtivo estremeciendo la arboleda. Sedoso y/ brillante. Satén es enervando las agujas del vasto pinar”, en la producción de un espacio que mezcla lo sagrado y lo profano, lo civilizado y lo primario en significantes que produtivizan la creación de una atmósfera sensual y suntuosa donde las telas lujosas – seda, lamé, terciopelo, tapicerías – “construyen menciones de una naturaleza artificiosa” – “mariposa vibrante”, “músculos sagrados de las panteras nocturnas”, “irisados volcanes” – que se hace reminiscente de una estética modernista trabajada por Rubén Darío en “Azul”.

“Satén”, “Sed” y “La danzadora” construyen espacios en que la escritura propone recobrar lo sin memoria, lo femenino/masculino sumergido en tiempos ancestrales donde se juega poder, deseo, goce en “una juerga de rostros y palabras que vinieran desde el otro en su eterno y para siempre derroche”. Figuras femeninas oficiantes desplazan la heroica masculina e inauguran una escritura no conocida de la historia “la santona vieja, santona ciega” “Noéa”, “la primera, cantando durante toda la noche milenaria”, la “danzadora que enuncia, “En mi lugar, llegaron las aguas”, para concluir, y “era una sola onda de luz en al mollera liberando rocas de estupor y maravillas, dispositivos de amor, una clave de espíritu, rojas amapolas en el corazón del hombre, palpitaciones celestes en el hueco de las amadas, lilas amarillas al borde de mi lar./ Fui feliz”. Arrate trabaja en estos poemas la excitación dionisíaca, en el sentido de ruptura de un principio de individuación para dar paso a lo general-humano, a lo universal-natural. Desde ese lugar la escritura trabaja la restitución de un espacio mental que se construye en el significante de la sed como pulsión vital; sed de otro, sed que convoca psique y soma, cuerpo y alma. Significante que impugna la sequedad de la muerte, como opuesto a lo húmedo del bosque original: “Sed de una lumbre profunda”. “Sed del dorado disco que irradia”. “Sed de transformar el territorio”. “Sed de mis labios, sed de su boca, sed de mi lengua y su aparato palpital”. “Sed de ir y más allá morder atacar vibrar prorrumpir en la sed de mis leonas y de mis panteras”. Sed que en el poema “Los grandes animales” alegoriza el deseo de encuentro, pugna y fusión de cuerpos movilizados por pulsiones ilegalizadas desde la razón instituida: “ahora que es la hora/ hocico y garfio/ de clavar la dentadura,/ ahora que se desgarran las mutuas/ yugulares y se realizan/ las convulsiones del amor”.

El recurso de la aliteración y las repeticiones se vuelve permanente en el texto como recurso retórico de una lengua mitificante que enuncia a la mujer como sujeto de ese espacio primigenio.

La danzadora ejecuta su ritmo de no sujeción. Poema que apela en sus significaciones a “Locas mujeres” de Gabriela Mistral donde también la sujeto poética se realiza como “otra” en su heterogeneidad y su desasimiento de lo establecido. “La danzadora” asocia significantes, que en el ritmo y el movimiento generan un discurso centrifugado en un cuerpo ritualizado por el vértigo. Las formas de la sintaxis impugnan signos instituidos de lo femenino para devolverlos a lo corporal como marca que lo re inaugura en gestos, movimientos, proponiendo hablas somáticas no regidas por las lógicas de la razón y el discurso de ésta: “quiebra su sino, nombra su nombre, al reino del esplendor”.

Marina Arrate no intenta en estos textos una representación, ni una enunciación de alguna realidad femenina; su voluntad escritural intenta más bien construir un universo simbólico significado en el gesto de la producción de imágenes corporeizadas en figuras emblemáticas de poder. Su escenificación necesariamente recurre a espacios que preceden la institucionalidad cultural y sus formas de disciplinamiento del cuerpo.

Sus textos resitúan la pregunta por la oposición naturaleza/cultura fijada en la oposición femenino/masculino, para responder desde lo femenino como aglutinante que se desliga de los mandatos culturales para re-ligar en su deseo de poder y autodominio las condicionantes de un cuerpo que se mira, se goza, se nombra.

NOTAS

[1] Al leer en la poesía de Marina Arrate la producción de un signo mujer construido en el artificio de la imagen, que estaría, de alguna manera en coincidencia con la posición de Baudrillard que dice que: “hay un desafío al modelo de la mujer a través del juego de la mujer, un desafío a la mujer/mujer a través de la mujer/signo, y es posible que esta denuncia viva y simulada que actúa en los confines de lo artificial, que hace y deshace al mismo tiempo hasta la perfección los mecanismos de la feminidad, sea más lúcida y radical que todas las reivindicaciones ideopolíticas de una “feminidad alienada en su ser”. Ver en Jean Baudrillard, De la seducción. Madrid: Cátedra, 1984.

[2] Julia Kristeva, “Narciso: la nueva demencia. Nuestra religión: la apariencia”, en Historias de amor. México: Siglo XXI, 1987.

[3] M. Nieves Alonso, “Máscara negra o la pasión de mirar(se)”, diario El Sur, marzo de 1990.

[4] Julia Kristeva, op. cit.

[5] M. Nieves Alonso, op. cit.

[6] Georges Bataille, Mi madre. Madrid: Tusquets, 1980.


 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *