El brazo y la cabellera.

Algunas disquisiciones sobre poesía escrita por mujeres en Chile.

Por Marina Arrate
en Cyber Humanitatis Nº 22 (otoño 2002)

 

Comencé hace un par de años a realizar un curso llamado Poesía y Género en la Universidad Técnica Metropolitana y en la Universidad Arcis. El curso revisaba una serie de conceptos provenientes de la psicología y la filosofía y luego se probaba la aplicación de esos conceptos a textos escritos por mujeresde Chile. En el transcurso de esos cursos dos textos me llamaron mucho la atención. Uno de ellos fue La Casa, de Stella Díaz Varín . Este texto aparece en el libro Los Dones Previsibles de 1959, el cual fue reeditado por la Editorial Cuarto Propio en 1992. Delia Domínguez se había percatado de ese texto. Lo había seleccionado de otros muchos de la autora para incluirlo en la sección que dirigió durante mucho tiempo en la Revista Paula, dedicada a la difusión de poesía de mujeres. Yo lo descubrí, a su vez, cuando hacía un trabajo de investigación acerca de la recepción crítica de la poesía escrita por mujeres. Posteriormente, Eugenia Brito, en su Antología de Poetas Chilenas Confiscación y Silencio, -antología que tiene la gran virtud de reunir la poesía escrita por las mujeres en Chile durante todo el siglo XX, rescatando nombres y textos del silenciamiento y el olvido- no sólo lo antologó sino que escribió acerca de este poema en su Introducción, palabras que comparto: «Así la casa escenifica uno de los más bellos poemas de Stella Díaz Varín de una manera trágica, en la que el cuerpo de la mujer (en la figura metonímica de la cabellera) se exhibe como un trofeo, como una ganancia obtenida después de una guerra: «dejaban mi cabellera colgante desde el tronco de la puerta como trofeo/ Sin precedencia en la historia de los indios manantiales/ y una cuenca abierta / para la mirada de los ojos indiscretos/ colocada a la acera del abismo/ Y ésta era mi morada». Ritos antiguos evoca este poema en que el cuerpo, los cabellos de una mujer trenzan el espacio, apuntándola como límite entre lo habitable, (la casa) y lo inhabitable (el abismo) en una difuminación de fronteras. Fronteras de las que ella es un signo abierto y demandante. Un signo inercambiable, como un moneda».

 

Yo diría que se trata no de una difuminación de fronteras, sino al revés: de la forma de establecer el límite. El límite es una mujer muerta.

 

El poema de Diaz Varín continúa del siguiente modo:

«Una víbora, encerrada en la jaula,/ destinada a cualquier pájaro,/ y una piedra caída temporalmente desde la cima,/ una piedra nómade en busca de aventuras/ servía de puerta, de mesa de comedor…

Qué queréis que se haga con estos materiales./ Nada. Sino escribir poesía melancólica./ Acaso, cuando la noche / se despierte debajo de los murciélagos,/ no haya otra cosa sino una sensación,/ y a estas vertientes que a uno le aparecen desde el fondo de los ojos.

No haya/ sino un alud de hijos de piedra,/ de hijas de agua/ de hijos de árboles.

Entonces escribiré mi biografía/ al uso de los poetas indecisos./ Miraré a través de una llama de cobalto/ y distinguiré objetos olvidados;/ como cuando dormía adosada a la pared/ y todo parecía bello sin serlo./ Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes/ y entonaré la canción del amor.»

 

Por mi parte, quisiera detenerme en esta cabellera metonímica. Nombrada desde el primer verso del poema, esta cabellera extraida al estilo de los míticos indios de nuestra infancia, esos que se resistían a la invasión de los ingleses allí al Norte de nuestra América, por ellos, nunca se nos dice quienes son, a lo mejor son los indios manantiales, bellos indios al parecer, puede que si puede que no. Pero es una cabellera muerta. Y a través de la cuenca de los ojos se ve el interior de la morada. Digamos , menos metonímicamente ahora, a través de los agujeros de la calavera de una mujer muerta. Una mujer muerta hay separando una vivienda del abismo. De caida sin fin. Entre una destrucción que se presiente sin fin y el lugar de la convivencia y el cobijo, se hallan los signos de una mujer muerta.

 

Es lógico instalar en este punto la reflexión feminista que nos dice que el precio de la civilización patriarcal ha sido pagada con el sacrificio de una mujer, con la mujer. Y he aquí, el totem, los recuerdos del totem. Una cabellera, una calavera, la cuenca de una calavera.

 

«Y ésta era mi morada», cierra la primera estrofa, con el tono bíblico de lo rotundo y lo definitivo.

¿Qué hablan las mujeres, qué es lo que ellas dicen? Esa es mi pregunta, esa es la interrogante que conduce mi lectura. No me interesa probar la veracidad de los postulados feministas, ellos están ya claros. Quisiera ir un poco más allá, si es que puedo.

 

Me dirijo al lugar de la amputación. Una mujer muerta recorre, como un fantasma, las páginas de la literatura nacional escrita por mujeres. Podemos decir que desde Teresa Wilms Montt, ni más ni menos. En su caso, una muerte no metaforizada, sino una concreta, corporal, que fue anunciando en su escritura página tras página. Cito de Páginas de Diario: «El austro sopla trayendo a los muertos cuyas sombras húmedas de sal acarician mi cabellera desordenada./ Agonizando vivo y el mar está a mis pies y el firmamento coronando mis sienes».

 

Quiero nombrar el segundo texto sobre el que presté atención. Se trata de Hija de Perra de Malú Urriola, publicado en el año 1998, treinta y nueve años más tarde que el de Stella Díaz Varín. Son fragmentos de este texto. Hay un brazo que corre de modo independiente a su dueña, impío e insurrecto, en una intensa experiencia de desmembramiento. Un brazo se mueve independiente a su dueña.

 

«…cuando no estás me faltas como si me faltara un brazo, daría un brazo por no sentir esta falta…daría un brazo, pero no el brazo con el que escribo. El brazo con el que escribo no se lo doy a nadie, si me deshiciera de este brazo moriría atragantada. Este brazo es el que aprieta mi vientre, el que hunde su mano en mi garganta para que las palabras salgan, porque mi brazo sabe que las palabras son como trozos de carne que me atoran, si no tuviera este brazo tampoco podría hablar, porque este brazo es mi lengua, con este brazo puedo decir lo que la lengua se calla, podrían cortarme la lengua pero no el brazo, por eso no siento ningún miedo cuando tengo la lengua dentro de tu boca, porque aunque la arrancaras me quedaría este brazo. Con este brazo me sostengo, con este brazo lucho cada día. Cuando me pierdo es este brazo quien me encuentra, cuando me desespero es este brazo quien me calma, este brazo es mi memoria, este brazo es quien me saca a flote , quien jala de mí, quien me aturde para arrastrarme hasta la orilla, este brazo se compadece de mí más que nadie, me saca el agua que he tragado, me golpea el corazón para que ande, si no fuera por este brazo no sé que sería de mí, por eso sigo a mi brazo, porque este brazo es capaz de encontrar lo que yo no hallo, por eso es él quien escribe, porque si escribiera yo, no encontraría las palabras necesarias, en cambio mi brazo es exacto.».

 

Quisiera llamar la atención sobre el procedimiento de escición que se opera entre la hablante y su brazo. Escición y desmembramiento. Las operaciones de escritura, salvataje, resguardo, cobijo, protección, sobrevivencia, están depositadas sobre el brazo, mientras la yo, dueña del brazo, aparece como una sujeto tan precaria, tan disminuida, una sujeto tan incapaz de las operaciones de la vida, que ellas, las operaciones signos de fortaleza, se desplazan al brazo. El mayor signo de voluntad , de vitalidad, de ejercicio de dominio se encuentra en la decisión de no ceder el brazo.

 

El brazo de Hija de Perra aparece cuando la hablante medita en una falta: «Cuando tu me faltas es como si me faltara un brazo». Uno recuerda el habla popular: «es como mi brazo derecho». Si a uno le faltara un brazo, le faltaría algo importante, algo muy útil, sobre todo para la sobrevivencia, cuestiones que el texto menciona con claridad; si a uno le faltara ese brazo, quedaría en una situación muy desventajosa, podríamos pensar que es la capacidad de la independencia y la autonomía la que se vería más amenazada.

 

Por otro lado, la comparación «es como si me faltara un brazo» instala un punto de inflexión. Si avanzara a la metáfora, quedaría: cuando tu me faltas, me falta un brazo, y asi, hasta homologar brazo y tu,. hasta quedar Brazo y Tu completamente fusionados. Pero no es el sentido. La comparación acentúa el efecto de ficción: » es como». Y cuando el texto avanza, la hablante instala un adversativo, «daría un brazo por no sentir esta falta…daría un brazo, pero no el brazo con el que escribo». Es decir, espérate un ratito, nunca tan tonta. «el brazo con el que escribo no se lo doy a nadie».

 

Es probable que este texto de Malú Urriola se encuentre en un determinado punto de una conciencia en transición. Una conciencia en tránsito. Quiero decir aquí, en este momento, que he elegido dos textos que como dice Raquel Olea en la Introducción de su libro Lengua Víbora: «exceden la noción tradicional de literatura femenina como expresión de una femineidad esencialista y ahistórica. He elegido textos que proponen discursos de la historia, construidos en búsquedas de lenguajes, experiencias y signos sin inscripción en los registros estables de la literatura». Cuando las mujeres se encuentran con la pluma, con el brazo, con el «falo», según una lectura freudiana – lacaniana, han de pasar por muchas pruebas: Wilms Montt fue castigada y se suicida, Pero, ¿cómo escribir? ¿Qué escribir?, como dice un verso de Soledad Fariña en El Primer Libro ¿No habrá de ser en un principio esta femineidad herida? Pero no es una femineidad herida por la falta de falo, por no tener pene, hay aquí un equívoco de proporciones: sino que es castigada por no tenerlo. Y si lo tiene, también es castigada Traduzcamos: no es una cuestión ontológica, es una cuestión histórica. Si las mujeres no sabían escribir, son ya seres de segunda categoría. De ahí a transformarlas en seres ontológicamente inferiores al hombre no media un paso. Ahora que sí saben escribir, ¿cómo no transformarse en hombres si escriben o, cómo evitar la conciencia de culpa por transgredir la norma que dice que las mujeres no deben esgrimir el falo? Ahora, cuando hablo de falo, hablo de la potencia significante. Pero, la potencia significante podría ser femenina., o podría ser andrógina también.

 

En el caso del libro de Urriola, se podría pensar en un cierto tipo de conciencia en tránsito: la hablante está destruida, pero no muerta. Está viva y le queda un brazo. El brazo con el que escribe. Y con el que escribe bien, rabiosa, poderosamente.

 

Recuerdo el libro de Jorge Guzmán: Tahuashando, Lectura Mestiza de César Vallejo . Aquí Guzmán, entre otras cosas, señala la doble significación de la palabra «huaca» en Los Comentarios Reales de los Incas, de Garcilaso Inca de la Vega. Anotando el significado doble de un mismo objeto: uno para los españoles y otro para los incas. Y subrayando la ilusión que permite pensar que el significado del «oro» en el caso particular que analiza tiene un fondo «insconciente» similar para el blanco que para el mestizo. Para la cultura europea y para la inca. (vr pág 33 de ese libro). Esa mismo observación me asalta cuando pienso en el brazo de Urriola. ¿Tendrá este brazo el mismo fondo insconciente para la cultura occidental europea que para los latinos, más específicamente Chile? Es decir, ¿Será el brazo europeo que alude al pene freudiano, al falo lacaniano? ¿O será otro?

 

Incluso se podría pensar que este brazo podría ser femenino. Se podría pensar que el patriarcado en los avances increíblemente avasalladores que hizo con los poderes femeninos, se apropió del brazo femenino. Uno podría jugar con los posibles significados de un brazo: un brazo guerrero es convencionalmente un brazo masculino, pero un brazo que cobija es convencionalmente un brazo materno, un brazo femenino. Y así.

 

Ahora recuerdo un cuento notable del escritor japonés Yasunari Kawabata, que se titula El Brazo, precisamente. En este caso, se trata de un brazo femenino. Una mujer se despide de un hombre una noche y le deja su brazo. El hombre convive con este brazo femenino en una íntima y delicada experiencia de conocimiento y mimetismo: él cambia su brazo por el de ella. Cuando la sangre comienza a fluir del brazo femenino al brazo masculino, el hombre se detiene aterrorizado, en la identidad masculina comienza a aparecer la femenina, la confusión provoca el terror del protagonista y él se saca el brazo con pavor.

 

Luego, una tristeza profunda lo invade, como si hubiera cometido un asesinato. Toma el brazo femenino que aparece como muerto y lo cobija deseando que la savia de los dedos y de las yemas reaviven el brazo.
Aquí los términos podrían invertirse completamente. El hombre siente una falta. La mujer condesciende a dejarle su brazo (lo que no haría la hablante de Urriola por ningún motivo). El hombre le pregunta tímidamente si le permitiría cambiarselo por el suyo, cuestión a la que la mujer accede sin grandes problemas. En una actitud mas bien maternal, de cuidado y amparo del otro que se queja de soledad. El hombre mira embelezado el brazo femenino. El hombre está solo. Muy solo. El brazo femenino es una compañía bella. No es el brazo «con esta sangre sucia y masculina fluyendo por él». El relato de Kawabata nos hace recorrer la muchas veces escrita adoración masculina por el cuerpo femenino. Era, en verdad, un brazo muy bello. La falta del protagonista de El Brazo se corresponde con una delicada y bella presencia femenina acompañante. Lo que él se amputa al final del relato son esas delicadas y bellas partes femeninas.

 

Quizás, en rigor, la bisexualidad postulada por Freud, sugerida por su amigo Fliess, al comienzo del siglo pasado, encuentre su razón de ser. Es muy antigua la leyenda, la concibieron los griegos, de una naturaleza original andrógina que fue desgarrada en un momento, de tal forma que los respectivos géneros buscan su contraparte por los caminos de Dios y en el cual encontrarían final y platónicamente la unidad. Sin embargo, en el transcurso del pensamiento de Freud, lo reprimido es lo femenino, y lo femenino como símbolo de homosexualidad. Lo masculino se instala en la cima de lo ejemplar y de lo imitable.

 

Más tarde, Helen Deutch en Psicología Femenina postula el narcicismo, la pasividad y el masoquismo como los tres rasgos fundamentales de la psique femenina. No es éste el momento para hacer una exposición acerca de los modos en que la psique femenina desemboca adaptativamente en el mejor interjuego de estos tres rasgos. Pero, si volvemos a nuestra poesía femenina, podemos observar cómo en ella podemos presenciar la doliente manifestación de una psique en permanente sufrimiento. Masoquismo. (Hago una pequeña digresión para explicar este concepto: se trata de la vuelta de la agresividad contra el si mismo. Una agresividad espontánea y manifiesta se dirige hacia el mundo exterior y tiene como objeto dominar el medio; el masoquismo ha dado vuelta esta agresividad contra el si mismo. Ahora bien, este rasgo es reforzado y solicitado al género femenino dentro de las tareas propias de su socialización. Es muy reciente el acceso de las mujeres al mundo del dinero, el placer y la agresividad. Fin de la digresión).

 

Volvamos a la poesía escrita por mujeres. Una psique sufriendo, por supuesto, tampoco es privativa de la poesía del género femenino; de hecho, un cierto caracter melancólico se asocia al poeta, sea éste hombre o mujer, sobre todo cuando escribe románticamente. Pero no toda la poesía del mundo es sufriente, ni mucho menos. Sin embargo, la gran mayoría de la poesía escrita por mujeres lo es. Y de la poesía chilena escrita por mujeres.
En el caso que nos ocupa, la poesía tanto de Stella Díaz Varín como de Malú Urriola es sufriente pero, al mismo tiempo, rebelde. Una de las veces que invité a Malú Urriola a leer a mis clases de Poesía y Género, me pareció, si la memoria no me falla, que ella decía que escogió el título Hija de Perra, porque era el mayor insulto que se le podía decir a alguien y que ese insulto era, además, universal. En todo el mundo, en todas las regiones y en todas las culturas, el insulto Hija de Perra, era lo peor que se le podía decir a alguien. La madre como un perra, como una perra callejera, por supuesto, era el summun de la ofensa que se le podía propinar a otro. En este caso, la hija de perra es la hablante del texto. El juego de las significaciones apunta, al decir de Julio Ortega en la contratapa del libro, a la conciencia lúcida y desgarrada de un sujeto poético, que reabre la herida que cada libro representa en las articulaciones simbólicas del lenguaje, la nación, la sociedad. Representación herida de una falta de sentido que coloca a las urbes latinoamericanas en el eje del desamparo y del vacío. Cito a Ortega: «Sólo la violencia del poema responde por el lenguaje de las articulaciones, por la lectura del sentido, por la reafirmación del ser en contra de este estar desasido.» . Cito el texto de Urriola:

 

«…porque mi brazo sabe que si no soy capaz de resistir, que si me agoto de ver todo el tiempo lo mismo, que si me canso de escuchar las mismas palabras idiotas, que si me harto de ver a la misma gente como en un cinematógrafo de barrio, que si me aburre ver con mis ojos sus ojos pajes desesperados de fama, de una fama gris de estrella de cinematógrafo de barrio, porque mis ojos se cansan de ver tanto, todo igual, repetido, mis ojos se hartan tanto que se harían sal si vieran que algo nuevo pasara, porque esta ciudad se detuvo antes que llegáramos yo y mi brazo, esta ciudad sombría ya no se desempaña, esta ciudad es inalterable, esta ciudad quisiese ser rubia, esta ciudad quisiese beber whisky cuando se muere de hambre y si este brazo no fuera fuerte nos habrían arrancado medio pedazo, pero a mi brazo nada de esto lo derrumba porque mi brazo es ciego, mi brazo es sordo, mi brazo sólo escucha la sangre de él. Sabe que cuando no dé más deberá tomar la empuñadura y rajar la muñeca de mi otro brazo, sabe que aunque son pares sólo él puede hacerlo, sabe que él será el último en abandonar, lo sabe, como sabe también que será capaz de dejar de escribir porque escribir me daña a veces, mi brazo sabe que escribir daña porque es él quien escribe, cuando mi brazo escribe sabe que está doliendo, quemando, sabe que me revuelvo toda, por eso mi brazo dejaría cualquier cosa para calmarme. Es este brazo quien te olvida, no yo, porque mi brazo sabe que estando juntos seremos capaces de resistir tu falta, que podemos trazar tu recuerdo, en cambio si me faltara este brazo yo me quedaría muda, me quedaría postrada, no podría resistir, no podría, por eso no te doy este brazo ni se lo daría a nadie, porque este brazo es el único capaz de librarme de mí.» .

 

Brazo porfiado. Entre el castigo de Wilms Montt, mediando la cabellera metonímica de Stella Díaz Varín como representación de una mujer muerta, a la misma mujer muerta en La Amortajada de María Luisa Bombal y este brazo porfiado median 100 años . La representación de la mujer en Hija de Perra es doliente y rabiosa. Su rabia tiene que ver con una falta de sentido, pero esa falta de sentido se encumbra a representación de una sociedad, a espejeo de la realidad. La escritura doliente pasa de queja por castigo de muerte, a representación social.

 

Cabe preguntarse porqué la escición y el desmembramiento. ¿Es una forma de escanciar la culpa? ¿Es una forma desesperada de mantener en alto la rabia y la rebeldía? Las dos cosas al mismo tiempo. Desde este punto de vista, es un brazo vital, tan femenino como masculino.

 

Por otro lado, ¿qué significará este brazo como significante desmembrado? Francine Masiello, en El Arte de la Transición , reflexiona sobre la producción literaria de Chile y Argentina, posteriores a la dictadura. Allí ella lee la aparición de la máscara , como imagen recurrente de la problemática relación existente entre verdad y representación, imagen que da cuenta de un conflicto entre el rostro y la mascara, entre la identidad y su oclusión. En palabras de Masiello, el libro El Arte de la Transición, «procurará saber cuáles fueron las estrategias culturales para nombrar lo «real», trazando las tácticas de ocultamiento y revelación que ocurren en la política y en la cultura». . Desde ese punto de vista y elaborando la prueba en un libro muy interesante, ella concluye: «la máscara, el disfraz, el yo descentrado, (…) son también expresiones del conflicto contemporaneo, una no correspondencia entre los saberes del escritor y la indiferencia contemporánea que elimina los debates y el significado, un drama ético creado por la no correspondencia entre verdad y promesa.».

 

No puedo dejar de apuntar, ahora desde el punto de vista psicológico, los posibles significados de la máscara, de la mascarada. Pilar Errázuriz en un artículo reciente en la Revista Nomadías Número 5, apunta: «Y la mujer, con un goce supuesto más allá de la carne, ¿a qué precio se presta a la mascarada, a encarnar el fantasma evanescente, a insinuarse detrás del velo, a jugar de Sherezade eterna,a ser finalmente la histérica fascinadora que exacerba el deseo del deseo, pero que no accede a su goce para por no entregarlo? ¿Desde qué mandatos tan ancestrales aceptamos las mujeres ocupar el lugar del espejo de ese sujeto deseante, constituirnos como «lo otro» de «lo uno», y encarnar a ese otro que por un momento será el reposo de su angustia, la tregua en su búsqueda? ¿Será la femineidad solo el reverso de la fantasmática deseante del varón y por tanto un atuendo que sabe transformar a la simple carne en un enigma, en un desconocido prometedor de quién sabe qué goces y dueño de quién sabe qué elixir vigorizante que lo restablezca en su posición deseante que con tanta facilidad se fragiliza? . Hago la cita de Pilar Errázuriz por cuanto ella me permite introducir el concepto de mascarada: es decir, el imperativo cultural que le señala a la mujer realizar la «performance», la actuación, el teatro, la mascarada, el travestismo de transformarse en la representación del deseo del otro, haciendo caso omiso de «la verdad», de «su verdad». Adrianne Rich, una poeta norteamericana, que estuvo hace poco en nuestro país, señala las profundas violencias tejidas en el cuerpo y la psique femenina que nos coartan hablar desde nuestro cuerpo, desde la profundidad de nuestro cuerpo. La recuerdo, por cuanto soy más escéptica que ella: dudo acerca de la existencia de una «verdad auténtica». Parcelas de deseo «auténtico» pueden ser reconquistadas para la mujer. Cierto. Quizás pueda ser dicho de otro modo: reconquistas en integraciones sucesivas más complejas y sutiles pueden ser logradas. En la medida que detectemos los lugares de las amputaciones. Convertir a la mujer en la representación del deseo del otro es transformarla en un robot. En este caso, una muerta, o una amortajada. En el caso de La Amortajada de María Luisa Bombal, una muerta desde su tumba observa su vida, a sus parientes, a su marido, a su amante y reflexiona: «hay que morir para saber».

 

Hacer coincidir la aparición de la imagen de la máscara con los problemas irresueltos entre una verdad y su «maquillaje», es decir, con las tensiones hegemonizantes de la post dictadura es interesante en Masiello. Apuntar los dilemas de representación del género femenino por la misma época es igualmente interesante. A propósito del travestismo, otro de los recursos que apunta Masiello en su libro El Arte de la Transición, éste tiene que ver con el productivismo de las identidades de género, que precisamente ponen en cuestión las normativas sociales que rigen a los cuerpos y al deseo, y que se hurtan una y otra vez a la normatividad y la represión provenientes de distintas fuentes.

 

Volvamos a nuestra pregunta anterior: ¿Cuál será el significado de este brazo, de este significante desmembrado, aparentemente masculino?

 

Vuelvo en este momento a Yasunari Kawabata. Yasunari Kawabata desarrolló su escritura en la era Meiji, en pugna silenciosa con la modernidad de post guerra.. Nacido en 1899, muere en 1972. Al ser galardonado con el premio Nobel el año 1968, abre las puertas de la universalidad a la generación de escritores que le sucederían. Uno de ellos es Yukio Mishima, excelente narrador que se suicida de modo apoteósico a la usanza de los antiguos samurais hará unos 20 años atrás. Kawabata cultivó hasta el final de sus días una literatura tradicional en el sentido de fiel a la tradición japonesa, en un mundo convulso, revolucionado por la invasión tecnológica. El último libro de Yasunari Kawabata llamado La Casa de las Bellas Durmientes, (sus señas se encuentran en la cita número 10), relata la experiencia del protagonista en una casa de prostitución, cuya peculiaridad es que las mujeres están dopadas con opio y el protagonista puede contemplarlas y dormir con ellas, pero no puede tocarlas.

 

Pienso, en consecuencia, que la representación de partes desmembradas puede corresponderse a la agresiva introducción del funcionamiento neoliberal con todas sus implicancias en las costumbres, en la visión de mundo, en los usos, en la forma de concebir las relaciones entre los seres humanos. De otro modo dicho, el desmembramiento que ocurre en la representaciones del si mismo cuando se desarticulan sus partes por efecto de la colonización neobileral. Este transformismo de la nación está radiografiado con lucidez por Tomás Moulian en su libro Chile Actual, Anatomía de un Mito.

 

Desde ese punto de vista, el análisis de la deriva de la poesía escrita por mujeres en el siglo XX sigue dos lineas «programáticas»: por un lado, relaciona los cambios en el funcionamiento de los espacios macro y por otro sigue las evoluciones del pensamiento feminista., ambas cosas ineludibles cuando se trata del análisis de la poesía escrita por mujeres. Este mismo texto se va tejiendo con ambos hilos, al tiempo que agrega una mirada psicoanalítica al problema.

 

Sin duda, esta veta de análisis no es la única. Existen en la escritura de poesía realizada por mujeres otras vetas sumamente dignas de atención. Como para contrarestar lo que digo, postularía que se inicia la escritura del placer y del erotismo femenino a partir de la Generación del 60, que tuvo virtualmente como única exponente mujer a Cecilia Vicuña allí cuando ella escribe «Sabor a Mí» y «Luxumei o el Traspié de la doctrina», y que se continúa más tarde con Soledad Fariña con el libro Albricia fundamentalmente y conmigo en el libro Máscara Negra y Tatuaje.

 

Quien consigna y analiza la producción de algunas mujeres del período post – dictadura y década de los 80 es Raquel Olea. En el libro Lengua Víbora, ya citado, ella logra reunir una serie de productoras literarias, entre las poetas se encuentran Soledad Fariña, Carmen Berenguer, Eugenia Brito, Elvira Hernández y yo, mujeres que trabajan el signo mujer en su escritura revirtiendo los significados asociados convencionalmente al género femenino, permitiendo asi liberar zonas oprimidas de la psique de las mujeres y construyendo así un imaginario más libre para la mujer.